Pedro Estacio
-Aquí, a nuestras espaldas, están las escaleras mecánicas del Metro de la ciudad, muy cerca. Poco trecho nos separa del andén y, pese a ello, se aprecian dos culturas, dos comportamientos. Aquí arriba cualquier desastre ocurre, incluidos los violentos, como pasaría en un pueblo sin ley, pero abajo la situación es distinta.
En sus asientos se confunden cultos e incultos, todos en silencio y hasta haciendo gala de buenos modales al ofrecer sus asientos a las mujeres preñadas y a los incapacitados (personas con discapacidad).
El párrafo anterior inicia en la página 5 del ensayo La Manada no va a la escuela, que escribimos en 2001 y con el cual participamos en el Concurso Literario Fundarte 2002 y que recibió Mención de Honor y fue publicado por la conocida fundación.
Lo que ocurría para entonces era el desarrollo de dos culturas: una que estuvo siendo bien engrapada por el Metro, con una gran conciencia y fuertemente amalgamada con una buena dosis educativa. Había una gran preocupación entre quienes lideraban tan importante medio de transporte colectivo y tenía miles de seguidores adentro y fuera de sus instalaciones.
Y es que El Metro era el gran ejemplo. De hecho, tuvo gran fuerza y contagió tanto su eslogan la Gran solución para Caracas que, pese al caos actual, sigue siendo la gran esperanza del transporte.
Mientras esto sucedía en el subterráneo, recordamos 2001, en pleno centro de la ciudad, arriba, en el cruce entre las avenidas Baralt y Universidad, el caos presentaba y sigue presentando diversas tonalidades:
Mientras los inmisericordes camioneteros mantienen trancada la avenida Baralt, miles de pasajeros que ansían marchar al litoral central, atascan la acera norte de la avenida Universidad, en dirección al liceo Fermín Toro.
Es un padecimiento diario para los todavía excluidos.
Mientras algunos dicen con alegría que van a “rescatar la cultura del Metro”, otros pensamos en la cultura maltratada que permanece en las calles, alienando a la ciudadanía.
En más de una oportunidad hemos aseverado la necesidad de desarrollar un plan educativo para la gente de a pie, que nada tiene que ver con la educación formal de la escuela, del liceo ni de la universidad.
Sería una derivación de la educación informal pero no etiquetada que siempre germinó y dio frutos en los hogares venezolanos, al punto que durante un buen tiempo se llegó a hablar del calor que caracterizaba al caraqueño del pasado, gente bien educada, respetuosa, de buen talante y solidario como el que más.
El capitalino, ese caraqueño, era entonces, una especie de mezcla entre oriental y andino, dicharachero cuando el momento lo ameritaba y muy serio, con ese aire de pater familia.
Hoy, en las narices de los funcionarios del Instituto Nacional del Transporte Terrestre, INTT y de los distintos cuerpos policiales, todo ocurre en las calles y avenidas de la ciudad; es un torbellino de bizarras conductas de peatones y manejadores de autos, camionetas, buses y motos y vendedores y compradores variados: Desde oro, euro y dólares, pasando por paraguas hasta golosinas importadas. Y esa gente, carece de culpa por no ser educada en su desenvolvimiento por las calles de la ciudad, por eso no le importa el llamado del agente de Tránsito; atraviesa las calles por donde le parece; bebe cerveza recostado de cualquier negocio y hasta sube a las camionetas con cualquier bebida y comida y mucho mas. En cierto modo, la manada sigue en las calles, a la espera de ver quién diablos se ocupa de ella.
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